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miércoles, 19 de octubre de 2011

Los cristianos primitivos no enseñaban que hubiese un purgatorio.

Ni adoraban imágenes, no rendían culto a ningún “santo” ni veneraban reliquias. Tampoco participaban en la política ni recurrían al guerrear carnal. Pero para el siglo XV, nada de esto era cierto de muchos de los que profesaban ser sus imitadores. El primer foco de herejía [contra el catolicismo romano] apareció alrededor del año 1000 en Francia y en el norte de Italia. Algunos de los primeros llamados herejes solo lo eran a los ojos de la Iglesia. Aunque hoy día resulta difícil juzgar con exactitud hasta qué grado se adherían al cristianismo primitivo, parece ser que por lo menos algunos de ellos trataban de hacerlo. A principios del siglo IX, el arzobispo Agobardo de Lyon condenó la adoración de imágenes y la invocación de “santos”. A Berengario de Tours, un arcediano del siglo XI, se le excomulgó por poner en duda la transubstanciación, doctrina que afirma que el pan y el vino utilizados en la misa católica se transforman literalmente en el cuerpo y la sangre de Cristo. Un siglo después, Pedro de Bruys y Enrique de Lausana rechazaron el bautismo de infantes y la adoración de la cruz, debido a lo cual, Enrique perdió su libertad y Pedro, la vida. A mediados del siglo XII las ciudades de la Europa occidental estaban llenas de sectas heréticas”, dice el historiador Will Durant. El más significativo de estos grupos es el de los valdenses. Adquirieron importancia a finales del siglo XII bajo la dirección del comerciante francés Pierre Valdès (Pedro de Valdo). Disentían de la Iglesia, entre otras cosas, en la adoración a María, la confesión a un sacerdote, la celebración de misas para los muertos, las indulgencias papales, el celibato sacerdotal y el uso de armas carnales. Este movimiento se esparció con rapidez por toda Francia y el norte de Italia, y se adentró en Flandes, Alemania, Austria y Bohemia (Checoslovaquia). Mientras tanto, en Inglaterra, Juan Wiclef, doctorado en Oxford y conocido más tarde como “el lucero del alba de la Reforma inglesa”, condenaba a ‘la jerarquía acaparadora de poder’ del siglo XIV. Al traducir toda la Biblia al inglés, él y sus asociados por primera vez la hicieron disponible al ciudadano común. Sus seguidores, a los que se llamó lolardos, predicaban públicamente y distribuían tratados y algunas porciones de la Biblia. Tal comportamiento supuestamente “herético” no le sentó bien a la Iglesia Opresora. Las ideas de Wiclef se propagaron también por otras partes. En Bohemia captaron la atención de Jan Hus (Juan Hus), rector de la universidad de Praga. Hus puso en duda la legitimidad del papado y negó que Pedro hubiese sido el fundamento de la Iglesia. Después de una controversia sobre la venta de indulgencias, se juzgó a Hus por herejía y se le quemó en la hoguera en 1415. Según la enseñanza católica, las indulgencias permiten conseguir la remisión parcial o total de las penas por los pecados, acortando o eliminando el período de tiempo durante el cual una persona sufre castigo temporal y purificación en el purgatorio antes de entrar en el cielo. Continuaron oyéndose voces en favor de una reforma. El italiano Girolamo Savonarola, predicador dominico del siglo XV, se lamentó: “Los papas y los prelados hablan en contra del orgullo y la ambición, pero están hundidos en ello hasta las orejas. Predican la castidad, pero tienen amantes. Solo piensan en el mundo y en lo mundano; no se preocupan en absoluto de las almas”. Hasta los cardenales católicos reconocieron el problema. En un memorando que dirigieron al papa Pablo III en 1538, llamaron a su atención los abusos parroquiales, financieros, judiciales y morales. El papado, sin embargo, no llevó a cabo las reformas que obviamente hacían falta, lo que dio un mayor impulso a la Reforma Protestante.

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